Ya sólo vuelo cuando sueño. Así que duermo todo lo que puedo y me molesta que me despierten. Cosa que descubrió por las malas la azafata de Spanair cuando llegamos a Tenerife. No era un viaje que me apeteciera hacer, pero mi informador aseguraba que Beléz se había asentado en la isla y yo necesitaba a ese demonio. Pensé que conociéndolo no sería difícil localizarlo.
Me equivocaba, tardé tres días en hacerlo. Después de varios intentos fallidos de contacto acabé examinando un parque urbano en el centro de la capital de la isla. No esperaba conseguir mucho, me parecía un lugar demasiado expuesto incluso para una ciudad tan pequeña, pero en cuanto encontré la caja de música supe que había dado con él. Era muy de su estilo, un enorme platillo espacial que al girar sobre su base de hormigón hacía sonar una inconexa sinfonía de latas y varillas de metal. Después de tanto tiempo todos seguimos atraídos por la música.
La pieza estaba algo apartada de los senderos principales así que decidí llamarlo allí mismo. Escribir su nombre con sangre lo obligaría a venir, pero sería el equivalente a entrar en el dormitorio de alguien, agarrarlo por el cuello y sacarlo a rastras. Podía hacerlo igualmente con orín y el resultado sería más parecido a un amable golpeteo en la puerta. De momento no había necesidad de ponernos duros. Así que me bajé la cremallera y deletreé su nombre en la base de la caja de música en alfabeto antiguo.
- Bonita caligrafía -casi un susurro.
- La práctica, ya sabes -cerré la cremallera y me giré para enfrentar a mi interlocutor-.
Era un negro flacucho y patilargo, vestido con un traje de tweed verde oscuro. Camisa negra con tirantes a juego, una corbata verde metalizado y unas gafas a lo John Lennon. Pero más grandes y en lugar de cada lente tenía decenas de cristales redondos que repetían sus ojos rojizos creando una ilusión de “espuma de ojos”
-Beléz, supongo.
- Monsieur Beléz, si no te importa -se inclinó gentil.
- No me importa -miré a mi alrededor, había algunas personas paseando- ¿Podemos hablar aquí mismo?
- ¡Claro! -dio un sorbito a la larga pajita negra que se hundía en la jarra que llevaba en la mano izquierda- El parque es mi feudo, nadie nos oirá -sonrió con satisfacción, así son los caídos, orgullosos-. ¿Qué necesita alguien como tú de este humilde hombre?
- Por decirlo de alguna manera.
- Sí, por decirlo de alguna manera -esta vez sonrió hasta enseñar las encías vacías-.
- Tengo un cliente que que necesita una sonrisa, con sonido a ser posible.
- ¿Eso no es una risa?
- Puede ser, me limito a repetir la fórmula exacta. Seguro que sabes que lo importante que son las fórmulas de un pacto.
- Sí, claro -otro sorbito-. ¿Paseamos? -deslizó el bastón que llevaba colgado del codo derecho hasta la palma y empezamos a caminar.
Fuera del apartado donde estaba la escultura musical había mucha más gente paseando, no parecían percibirnos. Hacía un tiempo estupendo. El parque era la típica zona verde urbana. Enormes sendas pavimentadas, jalonadas de bancos, que llevaban a una enorme fuente central decorada con una Venus de carnes generosas y el retrato en piedra del personaje que daba nombre al espacio. Mientras paseábamos monsieur Beléz me iba enumerando la cuantiosas esculturas que se escondían entre los árboles. Yo asentía y hacía alguna pregunta superflua. Protocolo.
Después de un rato haciendo de invitado modélico llegamos a un conjunto de paneles blancos en forma de L. Todos juntos formaban un pequeño laberinto. Algunos tenían obscenidades, misteriosos mensajes privados y consignas garabateados. Otros, los menos, permanecían inmaculados.
- ¿Sabes? El autor de esta escultura la diseñó en blanco para que los niños la decoraran como mejor les pareciera, al principio había siempre un caja de tizas de colores -señalo a una esquina-. Pero cada año el ayuntamiento manda a “restaurar” el conjunto y lo pintan de blanco otra vez. Al final quitaron las tizas y ya sólo escriben los gamberros -se quedó mirando los paneles unos segundos.
- ¿Y esos niños sonreían mucho? -pregunté con un significativo carraspeo.
- ¡Oh! sí, claro, claro -otro sorbo a la jarra que volvía a estar llena-. Una sonrisa. No es un artículo corriente. Creo que sería más fácil conseguirle una fortuna o un banco que contuviera varias, en estos tiempos están de saldo. Ya me entiendes -picó todos los ojos derechos.
- Pero mi cliente quiere una sonrisa, con sonido a ser posible.
- Ya, ya. Me lo dijiste antes. Puede que yo no sea tu mejor opción.
- Eres la que me queda en este hemisferio.
- ¿Has ido a hablar con Penesabio y sus alegres muchachos?
- Por decirlo de alguna manera.
- Sí, claro.
- Me acerqué por la calle Melancolía al pasar por Madrid y me dejaron muy claro que esos payasos no tenían nada para mí, mucho menos una sonrisa.
- Hay más gente. Por decirlo de alguna manera -sonrió conciliador.
- Sí, pero todos están muy lejos o poco interesados.
- ¿Y que te hace pensar que yo estaré más interesado que ellos?
- El Infierno es un patio de vecinas, tú me entiendes -me encogí de hombros, apelando a su comprensión-. Y un pajarito me dijo que podías estar interesado a cambio del precio adecuado.
- ¿Ese pajarito tenía escamas, una polla en la frente y el aliento más fétido que la putrefacta poza en la que vive verdad?
- Mhassiel, te envía saludos -sus ojos se habían empequeñecido, a través de las gafas eran un montón de pequeños puntos rojos-. Está seguro de que le acabarás agradeciendo mi visita.
- ¡Sí, ya! Espero que no se le haya ocurrido acercarse por aquí -los ojos multipilcados miraron todos en distinta dirección. Otro rasgo típico de los caídos, la desconfianza patológica.
- ¿Entonces? ¿Tienes algo para mí? -volví a ser el centro de atención.
- Puede. ¿Qué precio adecuado es ese que mencionaste?
- Trescientos sesenta y la posibilidad de trabajar conmigo -Beléz sonrió casi de oreja a oreja, literalmente, como quien insinúa un arma.
- ¿Calderilla y un contrato de esclavitud aplazada? ¿Te estás riendo de mí o las plumas ya te llegaron hasta el cerebro? -los brazos le colgaban a los lados del cuerpo y estaba ligeramente inclinado hacia mí con las pupilas diminutas e incandescentes. Tenía que dar un paso al frente.
- ¿Se te olvida quien soy? ¿Sabes lo que valen MIS latidos? -no pareció impresionado-. Lo que seguro que sabes es para quien trabajo, Él está al tanto de lo que hago entre los humanos, Él ME mira y mira a quien trabaja conmigo -dejé que la idea se escurriera entre los milenios de miseria que acumulaban en su cabeza-, ¿recuerdas qué se siente cuando te mira?
El fuego en sus ojos se apagó poco a poco mientras recuperaba su postura de monsieur. Recogió la jarra del suelo, con el contenido y la pajita en perfecto estado, se colgó de nuevo el bastón en el codo y rebuscó en uno de los bolsillos mientras decía con tono airado.
- No creo que responda a tu llamada cuando me requieras, pero al fin y al cabo esta baratija tampoco me hace falta -sacó una tiza roja y sobre uno de los paneles dibujó un cubo decorado del que salía una espiral con un monigote en el extremo.
- ¿Un tentetieso?
- Caliente, caliente -acabó de decorar su obra y se giró hacia mi-. Una caja de sorpresas, muy antigua.
- ¿Tiene dueño? ¿Tengo que preocuparme porque vengan a reclamarla? -Beléz sacó un papel del mismo bolsillo y me lo tendió.
- Hace mucho tiempo alguien guardó la alegría de su hija ahí dentro, durante una prohibición bajo pena de silencio y no fue el único. Las cajas se convirtieron en objetos bastante apreciados. Esta acabó en mis manos a cambio de un pacto justo. Ahí tienes los detalles. Está limpia.
No me hacía mucha gracia la historia de la caja, pero por lo que ponía el documento sí que estaba limpia y sí que parecía lo que buscaba.
- Bueno, me la quedo. Espero que tengas algo mejor que ese garabato.
- Claro. Pero antes los trescientos sesenta latidos -se giró y extendió su flacucha mano negra hacia mí-. Un pacto verbal ante los ojos del Altísimo, no tienes que temer daño alguno.
- Amén -más protocolo.
Abrí los primeros botones de la camisa para que pudiera tocarme el pecho. El dolor fue como un rayo cegador, todo se volvió blanco, se llenó de puntos de luz mientras los latidos del corazón me retumbaban dentro del cráneo y luego todo se volvió negro a medida que dejaba de oirlos.
Desperté esa noche en la comisaría local. Unos niños me habían encontrado desmayado en la escultura de los paneles blancos con la polla por fuera y apestando a Tanquerai. La próxima vez usaría sangre. Después de la multa y la bronca correspondiente me devolvieron mis efectos personales, que incluían mis cosas, la jarra y la pajita de monsieur Beléz y una caja de madera del tamaño de una naranja y del mismo color. El cierre eran unos labios curvados y al sacudirla sonaba una cancioncilla distorsionada, definitivamente era lo que necesitaba.
Cogí el avión de vuelta al continente esa misma noche. Me acomodé en el sillón de primera clase, pedí algo de beber y vi alejarse las luces de la isla mientras repasaba satisfecho el día. Había conseguido el compromiso de colaboración de Monsieur Beléz además de la sonrisa, que sería la clave para convencer a mi siguiente objetivo. Arrullado por el zumbido del avión y pensando en mis siguientes pasos me dejé dormir. Y así volé de nuevo, rumbo a Lisboa.
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